lunes, mayo 15, 2006

Le Miroir.


Sentada en un sillón color mostaza, tenía un vestido negro, como su cabello recogido. Era ajustado de la cintura para arriba, con un escote sutil: ni muy provocativo ni muy puritano. El vestido se ensanchaba en la falda, ondulado, cayendo hasta los pies que no se veían. Era completamente negro salvo por unas rosas rojas, casi bordeaux, cerca de los pies, y por el forro blanco que asomaba entre los volados. Apenas perceptibles gracias a la caída del vestido, las piernas juntas, sin cruzar, se ladeaban hacia la derecha. Los brazos estaban al costado del cuerpo, la mano derecha se escondía detrás de la abultada falda y la izquierda reposaba gentilmente sobre las piernas. El cuello estaba limpio de alhajas, y servía como un noble y prístino soporte para un rostro serio. No había una sonrisa en su cara, pero tampoco enojo. Ni muy recia ni muy gentil, simplemente desafiante y arrogante. Signos de una estirpe agonizante.
Así posaba la joven para el pintor que la inmortalizaba, para quedar atrapada por años incontables dentro de un marco de oro, cuadrado, de metro y medio de largo.

Sesenta años después, a la cabecera de una larga mesa en un comedor iluminado por una araña de mil cristales, una vieja con tantas historias de tantas ciudades de todo el mundo como arrugas en su cara atendía y dirigía una típica reunión familiar sin una cana visible en su cabeza. A su derecha había una puerta por la que aparecía una sirvienta siempre que ella pensase que alguien necesitaba algo. No era por arte de magia, pero así parecía. Milady oprimía un botón secreto en el suelo, que llamaba discreta y silenciosamente a la servidumbre.
Siempre se vestía como de fiesta para cenar. Y siempre antes de que sirvan la comida, tal vez durante, y seguro al final, junto con el café, fumaba con su boquilla negra de mas de 15cm unos cigarrillos completamente blancos y largos, Virginia Slim supongo.

Diez o quince años más tarde, en un piso de la Avenida Alvear, se reunían varias decenas de personas. En una habitación, por la que todos pasaban en algún momento de su estadía en aquel enorme departamento, había un cuerpo reposando en el medio de la sala. Blanco su vestido, su pelo y su tez, así como también el interior de su última morada, forrada en seda. El rostro hundido, demacrado, así como los brazos finos y las manos con la piel casi envolviendo los huesos. No había una expresión en su rostro, ni un gesto en su cuerpo; simplemente era alguien durmiendo, tan indefenso, frágil y débil. No había nada glamoroso, ni nada repugnante, simplemente había un cuerpo inanimado. Esta escena, esta habitación, la observaba yo a través de una arcada enorme. Estaba viendo el ataúd de costado, casi un perfil perfecto, y no quería reparar mucho en el cuerpo cuando algo llamó mi entera atención. Un contraste increíble, que parecía hecho a propósito. Una especie de espejo del tiempo que se desarrollaba en aquella habitación y sólo pude verlo cuando ésta quedó casi vacía, salvo por una o dos personas. Sobre la pared que tenía frente a mi, por detrás del ataúd, al fondo de la habitación, había un marco de oro, cuadrado, de metro y medio de largo.

Dos reflejos inanimados y opuestos de alguien que ya no estaba allí.



M.