lunes, febrero 19, 2007

Euthanatos

Era horrible oirlo respirar...
Antes de llegar a ese último lugar, pasé cerca de dos horas con él. Al principio era fácil, si bien estaba notablemente desmejorado, yo estaba dispuesto a enfrentar su condición. Pero minuto tras minuto me hacía más conciente de su situación, de su agonía. Le costaba respirar como nunca antes, ya ni siquiera se movía, como si quisiese ahorrar fuerzas para poder seguir respirando. En la última media hora, estoy seguro de que no podía verme. Tenía los ojos abiertos, claro, pero vacíos. No. Llenos, pero llenos de un dolor enceguecedor. Cada vez que respiraba, yo deseaba que fuese su última. Por su bien, y por el mío. Era demasiado triste verlo acostado de esa manera, informe, incómodo, sin fuerzas, sin ganas...

No habría vuelta atrás, pero tampoco había escapatoria. Completamente atrapados en una encrucijada planteada por nuestra propia moral: un cuadro irremediable, dos soluciones. La lucha, que acarreaba un pronóstico negativo, una lucha por la lucha en sí, sin tener una victoria en el horizonte. Sin ni siquiera un horizonte. O la solución humanitaria. Menor sufrimiento, menor agonía...
¿Para qué habría de estar él en un hospital? Internado, probablemente inconciente la mayor parte del tiempo, cuando no completamente estúpido por las drogas. O peor aún, sin drogas, con miedo a un lugar desconocido, conciente de sí, de nosotros, y también de su dolor.
¿Solución humanitaria? Qué ironía que hablemos de una vía humanitaria para decidir sobre su destino. Esa solución, ese camino, no trata en primera instancia de aplacar su dolor, sino el nuestro. Claro, él ya estaba condenado, pero nosotros podíamos decidir acortar nuestro dolor, nuestra tristeza, dejar de ver esa patética y lastimosa expíación en cámara lenta que nos torturaba...

"Están realmente seguros de esto?" preguntó una voz, ya comenzando a quebrarse.
Tres voces quisieron responder. Pero apenas fue audible la respuesta, solo unos vagos sollozos de gargantas completamente anudadas.
"Sí." dije. Y fue lo último que dije hasta que todo terminó.
Todos estabamos de acuerdo. Pero en ese momento, viendo el rostro de los demás, sentí que alguien tenía que ser fuerte. Alguien tenía que permanecer lo más inmutable posible. Ser un pilar, para que quién lo necesite tenga donde apoyarse.
¿Altruísmo? Eso pensé.
Pero cuando me noté completamente paralizado, sin poder mover las piernas, sin poder decir absolutamente nada, sin siquiera poder mirar a nadie a los ojos, me di cuenta de que no era altruísmo. Era miedo. Estaba completamente asustado por lo que iba a suceder. ¿Cómo puede alguien estar preparado para algo semejante? Estaba aterrado, y ese miedo incluso paralizó mis lágrimas. Calmó mi respiración, secó mis labios y mi lengua, y entumeció completamente mis mente. Me había convertido en un espectador, atado a mi lugar, con los ojos abiertos, y habiendo dicho que "sí".

"Bien, entonces vamos a empezar" dijo ella, y puso sobre la mesa una goma elástica, una jeringa, y un frasco. Primero le inyectó un calmante, una poderosísima anestesia que lo dejaría completamente aturdido, casi en coma. Fue terrible lo que hizo para darse cuenta si la droga había hecho efecto. Un sólo gesto, me llevó a la conclusión de que no existe una solución humanitaria, ni para él, ni para nosotros. Con la llema de su dedo mayor, le golpeó el ojo abierto, que apenas parpadeó. Fue horrible, fue completamente cruel, y todos tuvimos que verlo. Fue un gesto completamente grosero, que apelaba a la inmovilidad del ojo, lo que nos decía a todos, ineludiblemente, que la droga se iba a poderando de su cuerpo. Ese gesto despiadado se repitió tres veces, hasta que el ojo no parpadeó, no reaccionó a la agresión. Entonces le ató la goma elástica a su pata delantera izquierda y comenzó a afeitarla, para localizar una vena. Pero no iba a poder hacerlo con el cuerpo del gato completamente relajado y desparamado en la camilla. Pidió que alguien le tenga la cabeza, para mantenerle las patas rectas. Quién en ese momento lo estaba acariciando era Lucas, que como todos, estaba entumecido por la situación, y lo único que podía hacer era reaccionar a la orden de la veterinaria. Y así lo hizo.

Creo que cuando lo vi en esa situación asquerosa, y trístemente patética, sentí alguna especia de piedad, o compasión por él. Algún sentimiento extraño, o de unión, o de lástima, me empujó a realizar el único gesto que tuve todo ese día con alguno de los que me acompañaban. Puse mis manos sobre las de Lucas, para yo tomar su lugar. Al poco tiempo, era el único que sostenía la cabeza del gato.

El segundo gesto aberrante, que todos precenciamos, fue cuando la veterinaria le afeitó la pata. Tenía una cuchilla de gilette en la mano, y se la pasaba en el sentido del pelaje. Pronto se descubrió la piel del animal, pero la doctora tenía que dejar la superficie completamente lisa para la aguja. Y fue horrible.
Yo sostenía una cabeza que tenía los ojos vacíos abiertos, y que se caía cual muñeca de trapo si aflojaba mi agarre; mis ojos estaban fijos en la pata del gato, que cada vez se tornaba más roja, porque la cuchilla iba irritando y respando la piel. Pero la mano de la veterinaria no dejaba de afeitar y mis ojos no dejaban de mirar. El animal no reaccionaba ante la brutal agresión, y todo este rito dejaba de ser humanitario.
Por fin la cuchilla se posó en la mesa.
La aguja cargó dos mililitros de Euthanyl, un líquido de color rosa, y se clavó en la minúscula vena del animal. Sentí su cuerpo tensarse solo un segundo. Talvez no fue él, sino yo. Nunca lo sabré. Y luego lo sentí más pesado. La veterinaria dijo que ya estaba, ya habíamos terminado. Mis hermanos largaron los quejidos contenidos durante todo el procedimiento, y lloraron.
Pero era mentira, no había terminado.
Lo más cruel, ya no para el animal, que estaba muerto, sino para nosotros, fue cuando tuve que meter su cuerpo en una bolsa de residuos negra, a los empujones, torciendolo; no porque fuese una bolsa pequeña, sino porque el cuerpo estaba sin vida, lánguido, y yo no tenía fuerzas como para maniobrarlo.
Ese momento fue uno de los peores. No tuvo nada de sencillo, de facil, ni de rápido para los que estabamos ahí. Fue horrible. No sólo habíamos decidido y precenciado su muerte, sino que yo había ayudado a la mano ejecutora, y me estaba deshaciendo de su cuerpo como si fuese basura.

Dentro de dos bolsas, lo llevé con mi madre al Instituto Pasteur, donde se creman los cuerpos de los animales. Mis hermanos se fueron a la casa, estaban devastados, ya habían visto demasiado. Cargué con el cuerpo muerto de mi gato en brazos en el taxi, hasta que llegamos. Y aquí fue donde sucedió el último acto de lesa humanidad. Después de dejar los datos personales, y las causas de defunción del animal, les pregunté dónde lo dejaba, esperando que traigan alguna especie de camilla, de contenedor, o que aparezca alguien que se lo lleve. Pero me equivoqué. Me pidieron que lo deje debajo de la ventana, diciendome que ya lo vendrían a buscar. Y, tonto todavía, sin mucho más que hacer que obedecer, ahí lo dejé. Bajo la ventana, dentro de dos bolsas.
Volví caminando con mi madre. Hablando de cualquier otra cosa, lo más distante a todo lo que acababa de suceder en los ultimos tres cuartos de hora. Cuando llegamos a la casa, mis dos hermanos estaban en habitaciones separadas, callados, ensimismados. Nadie habló con nadie. Y me fui.


No tengo una respuesta.
No tengo una mejor solución, o una forma alternativa para todo lo que acabo de relatar.
No es una protesta lo que escribo.
No pretendo que todo esto se cambie, porque no tengo nada que ofrecer como opción.
Es sencillamente mi manera de explicarme a mi mismo todo lo que pasó, y de decirles a todos los que tienen una mascota, que si alguna vez tienen que pasar por algo similar, los entiendo.


Sin más, Sin saludos, y con un Nudo en la garganta,


M.